manuel-visglerio-3-mayo-2016

La “partitocracia” actual es una consecuencia del progresivo alejamiento de los ciudadanos de la política y de los partidos. El espíritu de la transición, en la que se produjo una masiva participación cívica sobre la base de que la democracia y la libertad podrían cambiarlo todo, ha ido decayendo al ritmo de los propios cambios, del anquilosamiento de las organizaciones políticas y de los continuos escándalos de corrupción.

La respuesta de los partidos hegemónicos del nuevo “turno” ante este retraimiento no ha sido, en todos estos años, la regeneración y actualización de su funcionamiento interno y de su ideología, sino que, al contrario, se han dedicado a practicar la táctica del “y tú más” y han acabado por acomodar su acción política al dictado de las encuestas y de la opinión pública, convirtiéndose en simples partidos acaparadores de votos.

Otra consecuencia de este alejamiento ha sido una participación de los ciudadanos en política cada vez menor y, por consiguiente, una disminución de la militancia activa. La reacción de los aparatos ante este desapego, no ha sido democratizar sus estructuras internas sino utilizar la función pública como un reclamo: tú te apuntas al partido o bienes en mis listas y yo te hago funcionario; un inmoral “quid pro quo” que ha llenado las administraciones de afines al “turno”. La gente que acude a lo público por esta vía no lo hace por vocación de servicio, sino que lo hace por un puro interés personal.

Un poder judicial “domesticado” que ampara y garantiza la legalidad de las decisiones de la “partitocracia”, es el principal instrumento para la conformación de esta nueva oligarquía de “funcionarios sin carrera”, además de un poder legislativo que permite atajos y no diseña una precisa y clara legislación de la administración pública que establezca con rotundidad sus competencias, sus escalas, sus criterios de promoción y, sobre todo, la forma de acceder a ella.

Durante todos estos años, el acceso a la función pública controlado por los partidos, creando administraciones paralelas o abusando de las interinidades y los concursos “amañados”, a pesar de que el estatuto básico del empleado público establece el derecho de todos los ciudadanos a incorporarse a la función pública de acuerdo con los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad, ha alimentado una red clientelar en todos los niveles de la administración. Red que explica muchas veces ciertas pasiones partidistas en relación al poder ya que, como decía la premio nobel birmana Sam Suu Kyi, “el poder no corrompe, lo que corrompe es el miedo a perder el poder”, sobre todo cuando se vive de y gracias a él.

Esta corrupción “legalizada” o al menos tolerada es la que, a mi juicio, hay que atajar, entre otras muchas, para empezar a recuperar la confianza en la política y en los partidos. El camino de la regeneración comienza por limitar la capacidad de los partidos para influir en la estructura misma de la administración. Y, desde luego, la regeneración democrática que devuelva la confianza en nuestro sistema político, pasa por profesionalizar la función pública apartando de ella a tantos y tantos advenedizos que saltan de cargo en cargo sin importar la especialidad ni la responsabilidad del puesto, aupados a él sólo por su carnet del partido. Hasta que en este país no exista una verdadera carrera de lo público y un auxiliar tenga garantizado el derecho y la seguridad de poder llegar mediante sus méritos y su formación hasta director general sin que nadie lo nombre a dedo, no habremos empezado a recorrer el camino. 

Hijo de un médico rural y de una modista. Tan de pueblo como los cardos y los terrones. Me he pasado, como aparejador, media vida entre hormigones, ladrillos y escayolas ayudando a construir en la tierra...