Qué íbamos a saber nosotros, que lo único bueno que tenemos es que nuestras pocas medallas no tienen arañazos porque no se rozan de tan pocas que son. Estaba en lo cierto, de hecho ninguna tiene arañazos, porque no hay medallas.
Ocurre sin querer, de vez en mucho, leer y mientras se lee caer en el cabreo. El cabreo es como un bizcocho que gusta: se saborea con razón ignorando que la razón está perdida.
No obstante, puede que nos ocurra como aquello que canta Christina Rosenvinge, ‘Narciso ahogado en sí mismo se convierte en flor’ y puede que solo quede nuestra linda voz… o nuestra linda vehemencia. ‘No pasó nada en particular, follamos todo el tiempo sin parar, eso si. Si es terrorista se entrega más que un hombre cualquiera’, confesaba el personaje de María Barranco en Mujeres al borde de un ataque de nervios. La admisión del hecho, del pecado, porque el sexo es nada hasta que nos hace sentir culpables, como todo lo bueno. Si causa culpabilidad y hay que pensar fuertes razones que asienten los errores, estamos ante algo bueno y de lo que en el fondo no nos arrepentimos.
Cuentan que en Wall Street han aligerado el código no escrito de vestuario. No sabe esta parte quién es tan osado como para creerse que los códigos de honor no están escritos. Positivados. En el siglo XXI se ha perdido la cordura, la razón, la educación, es un siglo igual que el XX salvando el detalle de que todo el mundo tiene miedo a nada y la bolsa baja un mucho. La ligereza ‘impostada’ en Wall Street consiste en que la nueva hornada de agentes de bolsa no lleva corbata. Esto no me parece mal, en España, los agentes de bolsa que conozco trabajan desde casa y en batín de Marks & Spencer, cosa que es mágica, y antes del medio día juegan al tennis porque si lo hacen por la tarde después de comer lo harían un poco dormidos.
Wall Street linda con el Federal Hall y a su espalda con Trinity Church, una iglesia con un camposanto en el que yacen, entre otros, John Watts, y en el que hay una tumba misteriosa que nos recuerda lo que Julio Cesar no quiso: REMEMBER THE DEAH. Presidiendo la entrada del Federal Hall encontramos una estatua de George Washington qué jamás está sola. Washington parece jurar su cargo, pero en realidad está renunciando al poder, pues quiso que lo representasen como a Cincinato: renunciando al poder.
Lo aterrador de la historia es que los nuevos yuppies millenials dedicados a la bolsa se inyectaron cada capítulo de Billions hasta creerse que pueden pasar sin corbata por delante del Federal Hall. El reverso tenebroso lo tenemos en España, dónde algunos abogados creen que la vida es como en Suits, cuando en realidad el drama se parece a la vida como un huevo se parece al bacon, teniendo como consecuencia la banalidad de la profesión: lo importante es el traje, y que hablen mal de ti, caer mal es apasionante, como Harvey. Por desgracia, algunos han decidido que la abogacía del XXI en España tiene que ser así, por fortuna es una minimísima parte de la profesión.
Hace unos días una amiga me contaba su historia en la boda de una amiga. Le gustó un caballero que dejó de ser caballero en el momento en que se deshizo de la chamarra. Huyó, aterrada. “¿Te lo puedes creer? Que se quitó la americana”, exclamaba aterrada como si el chato hubiera decidido torear desnudo. Si así hubiere sido, se habría convertido en el héroe de Hemingway, pero ni don Ernesto vive, ni tampoco es bonito -en pleno siglo XXI- que un caballero haga como que no tiene oficio.
Desprenderse de la americana o la corbata está permitido cuando nadie observe, esto es, jamás, porque lo que es visto por nadie es invisible a la historia. No es correcto que un caballero tenga oficio pero, ya que lo tiene y decide ser feliz, menos correcto es hacer como que no lo tiene o que este oficio es fácil. Si la vida no es sencilla, cómo iba a serlo un oficio.
‘Llega hasta aquí y despréndete de la corbata’, y ahí tenemos dando lecciones de autoridad a quien no está vestido por la seguridad que da un four in hand y una solapa ancha. Probablemente esté equivocado a ojos de algunos, prefiero estar tan equivocado como el código del restaurante del Club que mora en la milla de oro y en el que cualquiera puede entrar, pero esto es la vida y hemos venido a equivocarnos en nada salvo en las cosas que más queremos. Dicho lo dejó Luis Rosales. Si, iba vestido.