La muerte de una rosa que no tiene ataduras es la mejor y la peor de las muertes, no fluye la vida por las imperceptibles arrugas de sus tallos, no recorre ya el viento la piel de la rosa que quiere y viene a reposar en mi mesa de trabajo. Sólo ella y yo sabemos de dónde viene, de qué madrugada de viernes viene, a quién le hacía más liviano el camino, a quién le convencía de su perfección, solo una rosa muerta ya y esta parte saben de qué material se van haciendo los recuerdos inmediatos que se viven no en un espacio temporal si no inmaterial como es la mente, si bien suelen tener forma los recuerdos de ideas hechas realidad palpable a la vez que disfrutable.
Esa rosa que muriéndose va lleva desde la primera luna de la primavera conmigo, y ambos sabemos que no nos abandonaremos, que siempre perviviremos, separados o juntos, pero siempre viviendo menos o yéndose la vida pero jamás las ganas. Una rosa muerta, o que va dejando la vida, revistiéndose de obscuridad y sequedad, manteniéndose firme y con honor frente a su propio óbito nos recuerda -me recuerda- que todo es serio, que pocas cosas son mágicas, que todo siempre va, que pocas cosas vienen porque hay que salir a buscarlas. Cree firmemente uno que la memoria y los recuerdos dan, aunque también quitan felicidad, y esa rosa muerta y firme con honra ante su término tiene belleza y riqueza a partes iguales como Melpómene, y ninguna de los dos fue feliz en su vida.
Nada más alegre que una rosa, nada más trágico que una rosa, la Melpómene de la naturaleza, todo para ser feliz y todo empleado en la tragedia. Observo estos días la misma luz de siempre aunque con extraña vida, como si las luces en la noche supieran de las cavilaciones propias y ajenas, como si adivinaren la imposibilidad del transito normal de la vida, pero siempre sin perder el brillo que les hace especial en la noche. El faro que mas pegado está al Este sigue con su misma cadencia, se sabe que se le espera a la misma hora de la noche, el faro que está en medio ya queriendo ir besando el Oeste es más rápido, no tiene afán por querer ser una estrella, quiere ser una luz eterna, no como los cuerpos que en la galaxia que vemos y que sabemos que hace tiempo dejaron de existir porque nuestro tiempo es el que es y no es el del resto del universo.
Las calles, que dos veces por semana me permito por mi profesión transitar y convertir el teletrabajo en trabajo normal, están huérfanas, el asfalto no sabe uno si está limpio o sucio, si es así o lo hicieron ser así. Huérfanas, pero no desvalidas, capaces de estar sin nosotros, capaces de existir, y sólo cuando no tienen tránsito las calles son tal cual, con su orden natural, su caos perfectamente previsible: amanece, cae el sol y sea bienvenido el frío de la noche que todo lo ha de templar, hasta las ideas vanas. Fluye desde hace dos semanas, por las casas y por las calles, la idea, la sentencia, el imperativo de que todo saldrá bien. Ese «bien» es un clavo que agujerea de muerte el juicio firme de que nada ajeno nos es indiferente al género humano.
No, todo no va a salir bien, las muertes que arrastramos, que van viniendo, y seguirán viniendo, no nos son indiferentes aunque nos empeñemos en decirnos y querer sabernos convencidos de que todo saldrá bien cuando de sobra sabemos que no saldrá bien, cuando de sobra sabemos que una sola muerte de un hombre, ya sea con un beso o con una espada, ya hace doblar -o debería hacer doblar- nuestras campanas de luto. Pues ya se sabe que no es bueno preguntar por quién doblan las campanas, pues estamos convencidos de que estas doblan por nosotros mismos. Se quiere asentar y apuntalar la idea de que existen héroes, y existen, no los hacemos nosotros, no podemos exigir que haya héroes. Se convoca diariamente a los balcones a aplaudir a los sanitarios como si antes no hubiera sido necesario ese aplauso, ese reconocimiento. La sociedad, empujada por la opinión pública mayoritaria, exige héroes ante la primera gran tragedia que muchos han tenido en el siglo XXI.
No, todo no va a salir bien, empezando por nosotros mismo si creemos que todo es cuestión de tener fe ciega en un final feliz, porque el final nunca es feliz, que siempre quedan flecos sueltos que jamás se atarán y lo que si quedará será una respiración y pulsos distintos que tardaremos en coger, porque será nuestra propia naturaleza la que después de todo ajuste cuenta con nosotros y no la tierra. Cada noche, desde el balcón, a punto de entrar rompiendo la madrugada con su proa en los cuerpos que se saben vencidos, observa uno el mar o lo que cree que es el mar. No se ve, se sienten las olas, rompe el mediterráneo como esa viuda que va al cementerio en busca de la conversación nunca mantenida, nuestra vida es una viuda de un amante batido en duelo que se guardó para si la última palabra y esa vida es finita en momentos aunque infinita y eterna en sensaciones, pero claro queda y hemos de tener que no existe revolución y si existe una situación que pasaremos, no de la que saldremos bien.
Se ha interiorizado por buena parte del periodismo la idea de que sólo a fuerza de hacernos inocentes e infantiles vamos a «salir de esta». No tenemos «esta» de la que salir, máxime si se tiene en cuenta que lo único que se nos pide es estar, punto, absolutamente nada más, absolutely nothing at all, que se diría en inglés tal redundancia. El presente es una revolución inexistente en el que se nos quiere convencer de que todo es épico o no será, una apariencia de batalla que no lo es porque no existe batalla que sea pasajera ni revolución que se haga únicamente estando y siendo. Se ha asentado desde los medios que tenemos héroes, pero atrevida es nuestra ignorancia y excesivamente valientes nos creemos si de verdad pensamos que tenemos legitimidad para exigir a iguales nuestros que sean nuestros héroes.
Las gentes a quienes se aplaude cada día pagan facturas, pierden a seres queridos, sufren, se duelen, lloran como nosotros, no somos quienes para exigirles que sean héroes, para exigirles su sacrificio y que el gobierno nos reconozca el nulo sacrificio nuestro. Si como sociedad exigimos héroes, ello quiere decir que una rosa muerta y sin vida, virgen aún en su color que va tornándose en oscuro, tiene más firmeza que nosotros, una sociedad que exige héroes es una sociedad convencida y dispuesta a no hacer más sacrificio que el de quedarse en casa a esperar resultados del sacrificio de otros. Bien haríamos y haremos en desterrar de nuestras cabezas esta idea de épica o revolución, y bueno es saber y concienciarse de que este infantilismo que se apoderó de muchos a nada lleva, porque quienes están ahí fuera son los que saben la verdad: que esto no acaba bien por mucho que aplaudamos.