Nacemos desnudos, sin nada. A partir de ahí empezamos a tocar cosas que no son nuestras y las vamos considerando en propiedad: mi teta, mi chupete, mi muñequito de peluche.
Vamos creciendo, y vamos adquiriendo más materiales que también consideramos nuestros: mi balón de futbol, mi Play Sation, mi bicicleta. Vamos haciéndonos mayores, leemos y conocemos las conquistas y grandes logros de la humanidad, y vemos cómo el primero que llegaba a los sitios ponía una bandera en el suelo y decía que eso era suyo, estableciendo las fronteras que consideraba oportunas. Nos hacemos mayores, estudiamos, trabajamos, ganamos nuestro primer sueldo y consideramos que ese dinero es nuestro. Nos compramos cosas con lo que hemos ganado, y entonces el concepto de propiedad ya se agarra con fuerza a nosotros mismos: mi coche, mi casa, mi teléfono. E.T. Incluso si llegamos a presidente de la Diputación de Castellón podremos decir que ése de ahí es mi aeropuerto.
Nos emparejamos, y decimos que esa mujer u hombre que siempre está con nosotros es mi novia o mi novio. Así que vuelve a nuestra vida mi teta. Tenemos hijos, y serán mi hijo o mi hija. Damos el siguiente paso en nuestra existencia y montamos una empresa. Contratamos a gente, y esos trabajadores serán mis empleados, a los que les pondré mi horario, les daré parte del dinero que genera mi empresa y les impondré mis condiciones. Por tanto, me tendrán que estar eternamente agradecidos, pues si no llega a ser por mí no tendrían trabajo. Sin darnos cuenta acabamos de dar un salto cualitativo: antes lo que consideraba mío eran cosas o tierras; ahora considero mío a la gente y su tiempo.
Los pronombres personales de la primera persona del singular y los determinantes posesivos forman parte inherente de nuestra vida. Su uso reiterado nos hace creer que no sólo las cosas materiales, sino la familia, los amigos, e incluso los desconocidos, es decir, cualquier ser humano, nos puedan pertenecer. Nos hace despreciar el tiempo ajeno pues lo llegamos a considerar también nuestro. Olvidamos muy rápidamente que vinimos al mundo sin nada, y tanto las cosas materiales como las personas y mi posible desprecio a su tiempo se quedarán aquí en la Tierra cuando yo me muera.
La próxima campaña del Ministerio o de la Consejería de Bienestar Social, si es que eso existe o ha existido alguna vez como objetivo de cualquier gobierno, debería ir encaminada a atajar esta problemática gramatical, la consideración de la propiedad como algo indiscutible de la vida hasta llegar a creerte el dueño no sólo de algo, sino de alguien, pues es la base generadora de tantas desigualdades y diferencias entre ellas: “No abuses del yo, mi, me, conmigo. Las personas no tienen propietario”, podría ser el eslogan. Quizás entonces alcancemos una sociedad que no conciba como normal, inevitable o merecido que una persona pueda disponer de 55.000 veces más riqueza y disponibilidad de gastar recursos que otra, pues la propiedad, en todo caso, no nos pertenece. Es de la Tierra.