En la mayoría de las ciudades se están extinguiendo estos cines, y alguna iniciativa independiente en pueblos no ha dado resultado. Y sin embargo son cines con un gran encanto. Una pared blanca, suelo de albero, barra con montaditos de lomo y pimientos, altramuces, sillas –ahora de plástico blanco-, gatos, plantas. Había uno incluso en el que podía verse, en la primera sesión del título que tocase aquella quincena, a toda la plana de vecinos del bloque de enfrente sentados en su balcón viendo gratis la película que acompañaría sus próximas noches de verano.
Anoche estuve en el cine y volví a recodar el bolso grande de mimbre de mi madre. Me acordé del arsenal de sudaderas y rebequitas, de los calcetines que guardaban los bolsillos de los abrigos, de los gatos, de mi hermana pequeña llorando porque se había muerto el Rey León. An Education me hizo pensar en el mundo de los mayores, ése en el que el fin es el que justifica los medios y una vez alcanzado, éstos, fueran cuales fuere, se vuelven inservibles. La niña adolescente no tenía que ir a Oxford, tenía que buscar un sustento, y si se casaba con un apuesto y rico galán, a freír espárragos la Uni. Y si el galán salía rana…
Había mucha gente –quizá mucho es el toque exagerado típicamente cordobés- sola en el cine. Una señora, sentada en la fila de mi derecha –yo soy ya de las veteranas que hacen cola para ser de la privilegiadas del cine, de esas que cogen mesa cual viejecita el turno en la cola del súper- se retocaba el maquillaje haciendo unas muecas horribles. ¿Se estaba poniendo guapa para un siempre soñado galán? ¿Cuántos querían olvidar un desengaño como el de Jenny?