Cuando los tiempos de crisis arrecian y el descontento popular, aun débil y aislado, alza la voz contra la injusticia manifiesta, nuestros gobernantes, temerosos de que esa voz se amplifique de forma peligrosa para su propia supervivencia, recurre a los únicos mecanismos que posee para controlar y dirigir a una sociedad pasiva y polarizada; los medios de comunicación y la policía.
Jesús Benabat. En ocasiones, ambos trabajan a la par, voceando y golpeando con la misma fuerza, en otras, el silencio de unos sirve para que los golpes del resto queden en la más absurda impunidad. Más difícil, sin embargo, es que la disensión entre sendas sempiternas instituciones camine a favor del ciudadano, pues ningún perro muerde a su propio amo.
Hace unos días apareció brevemente en algunos periódicos la noticia del arresto de tres de los estudiantes sevillanos que participaron en los piquetes informativos del 29 de septiembre, día de la huelga general, que se saldó con la violenta invasión del campus del Rectorado por parte de la Policía Nacional. Tras más de dos semanas de intervalo, los estudiantes, afiliados al Sindicato Andaluz de Trabajadores (tener un determinado carnet bien puede salvarte o condenarte), fueron arrestados sin previo aviso en sus domicilios por “un delito de atentado contra la autoridad policial” y posteriormente puestos en libertad tras prestar declaración ante el juez. Otros quince estudiantes continúan en “busca y captura”.
El movimiento universitario español no se caracteriza precisamente por su actividad reivindicativa militante, y este hecho parece ser de especial agrado para las autoridades, dichosas de la pasividad y la indiferencia exhibidas por las nuevas generaciones ante los continuos atropellos a los que se ven sometidas. De este modo, es fácil entender con cuánta premura acuden los secuaces uniformados del Gobierno (sea cual fuere) ante la más leve tentativa de motín. Una cuestión de sanidad pública; los gérmenes se extirpan de raíz.
En el país vecino, Francia, los gobernantes parecen no haber sido obsequiados con una juventud a la que entretener con botellas y descampados (como parece sugerir machaconamente los medios de comunicación españoles acerca de sus jóvenes), sino que aprovechan cualquier situación para salir en masa a la calle y protestar por sus derechos violados. En esta ocasión, el debate por las pensiones y el retraso de la edad de jubilación decretado unilateralmente por el gobierno del mediático y caricaturesco Sarkozy, se ha trasladado a lo que ya parecen las míticas barricadas (quizás estén de nuevo de moda). Allí no sólo se manifiestan funcionarios, o desempleados con 60 años que deben esperar otros dos para su merecido descanso, es decir, implicados directos, sino que la sociedad en su conjunto (ya se habla de un 69% de aceptación de las huelgas) se siente con el derecho inherente de blandir sus quejas y gritárselas a su presidente.
Como en toda buena democracia, las manifestaciones nunca son pacíficas. Nunca sabremos si por la afluencia de personas muy alejadas de las normas de buena conducta o por la presencia de hombres pertrechados con metralletas, gases lacrimógenos, escudos y otras tantas armas con las que disuadir, y sobre todo golpear, a sus propios conciudadanos. La cuestión está en que en los últimos días han sido arrestadas más de 2000 personas y varias docenas han sido heridas tras los bloqueos y cargas policiales arengadas por el Presidente para reestablecer por la fuerza la “normalidad” en el país galo.
Suponemos que nuestros vecinos franceses ya están acostumbrados a la violencia de Estado cuando la sociedad se posiciona contra los que dominan la situación. Al fin y al cabo, fueron ellos los que inventaron la institución policial como mecanismo garantista de la “paz social”. De ningún modo, en plena Revolución liberal de finales del siglo XVIII, los burgueses que alcanzaron de forma fulminante el poder apoyándose en el impulso del pueblo llano, iban a permitir que las masas descontroladas y ávidas de libertad llevasen hasta el último término las promesas con las que habían sido cautivadas. Para ello establecieron un cuerpo de policía nacional dependiente del nuevo gobierno que mantuviese en los márgenes acordados a todos aquellos indeseables aldeanos, jornaleros, obreros y gentes de diversa índole que constituían ahora más un problema que un aliado. Y qué mejor forma de construir esos cuerpos de policía que con los mismos indeseables a los que se pretendía reprimir. Por un poco de pan, cualquiera puede matar a su hermano.
Y llegamos a la actualidad con la vaga sensación de que la historia nos provee de saberes que jamás llegaremos a aprehender. El pueblo (y no se trata de utilizar ningún tipo de terminología marxista, pues resultaría artificial y francamente pasado de moda) sigue enfrentándose a los mismos miedos de siempre, acorralado entre la pasividad a la que es incitado por los medios de comunicación y el temor de ser ajusticiado por un sistema implacable con aquellos que se salen del carril.
Los años transcurren y los medios de comunicación continuaran limitándose a cubrir el inadmisible debate político partidista sin ahondar demasiado en la esencia, no vayamos a descubrir lo que se esconde en el fondo. La policía, por su parte, deberá esperar pacientemente a que la pertinente llamada de auxilio les formule a quién es necesario encauzar, con o sin violencia, pues, de hecho, la autonomía de pensamiento y la responsabilidad de sus actos no son el punto fuerte de nuestros hermanos uniformados.
Los ciudadanos, mientras tanto, a aguantar y callar.