«¡Qué maravilla pasear por el parque de la ribera del río Guadaíra! No sabía que habían dejado esto tan bonito». Legiones de jardineros y jardineras se atarean en cada rincón del parque, mientras presumo de verdor con mi sobrina y su novio que han venido unos días a visitar Sevilla desde Francia. Las antiguas aceñas, molinos harineros de tiempos musulmanes que jalonan el cauce, añaden aún más valor paisajístico y patrimonial al lugar. Todo precioso, hasta que se acerca uno al agua: «¡Mira, un pez muerto en esa orilla! ¡Anda, y ahí hay otro, y otro... Y otro más!»
Para más inri, en el camino de vuelta por la orilla del río hasta el Puente del Dragón, descubrimos la senda de las bolsas de basura que son arrojadas por la ladera bajo el castillo, una alcantarilla que rezuma aguas negras, restos de toallitas de WC resecos integrados en el propio suelo y, por supuesto, más peces muertos. Unos días más tarde, se lleva a cabo una reunión online con las autoridades competentes: la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir. Conclusión: «Todo está bajo control». Aún así, se interesan por nuestro trabajo y confiesan su impotencia por la evidente contradicción del propio marco legal vigente que impone una concentración de 0,4 mg/l de fósforo (fosfato desprotonado) para el umbral de un buen estado ecológico, pero permite hasta 1 mg/l de ese mismo elemento[1] en el efluente de las depuradoras que vierten a una zona sensible.
CONTENIDO EXCLUSIVO
Puedes hacerte socio o registrarte gratis
Si estás registrado o eres socio inicia sesión