Luna Miguel ganó el año pasado el Premio de Poesía Hermanos Argensola con Poetry is not dead, libro en el que la autora reivindica la vigencia del género poético.
No es, como acabo de mencionar, nada nuevo este debate sobre el fin de las formas poéticas en un mundo absolutamente tecnologizado en el que pareciese que la prosa es el nuevo vehículo de las inquietudes sociales. Pero siguiendo a Bécquer, que afirmaba que “mientras se llora sin que el llanto acuda / a nublar la pupila” habrá poesía, Luna Miguel declara que su género (identificado, también a la manetra becqueriana, con el género femenino) “se hizo para llorar”.
En este poema, “I don’t like poetry”, la poeta recurre al tópico de la recusatio, ya empleado por Calímaco para delimitar su espacio poético frente a la épica griega, y que más tarde será explotado por multitud de autores griegos y latinos. Luna Miguel, así, revivifica el tópico, alzándose frente a la narrativa y proclamando la necesidad de la poesía en su vertiente elegíaca, tan necesaria mientras los seres humanos sigan llorando.
No es esta una recusatio humilde, en la que se reconoce la inferioridad de la lírica frente a la épica y la tragedia como en otros tiempos, sino una reivindicación salvaje. El propio título nos recuerda el lema “Punk is not dead”; a partir de aquí, podemos entender perfectamente la fuerza subversiva con la que la poeta va a defender a la poesía de la indiferencia y los ataques que recibe.
En este libro se continúa y profundiza en el tema ya visto en Estar enfermo sobre la poesía como enfermedad incrustada en el alma de la poeta, hecha una con su carne. Las reflexiones metapoéticas se mezclan con alusiones al cuerpo, al sexo, a la menstruación, provocando ambigüedades ricas en sentido. El primer poema, “Cave Lunam”, insiste en la concepción de la poesía como “Gripe de las almas” y advierte del contagio que puede producir en otras almas humanas, en medio de la muerte de fundamentales referentes literarios para la autora.
La poesía amorosa es reivindicada por Luna Miguel en “Ladras o mueres”, versión de “Aullido” de Allen Ginsberg, puesto que intuye un nuevo “grito de amor” que se levanta por encima de una generación destruida, sin ideales, absolutamente muerta intelectualmente a la que la autora detesta pertenecer. El mismo tema es desarrollado en “Sobre la mediocridad”, donde el símbolo horaciano del mar como tráfago mundano sirve para atestiguar el naufragio de la sociedad del bienestar, que ha creado una generación de completos anodinos.
“Poesía ortodoxa” blasfema, ayudado de la más genuina esencia femenina -el menstruo-, contra la poesía “oficial” en un acto de rebeldía. La autora propone nuevas alternativas, la necesidad de un poema nuevo que haya sido sometido a la misma tortura que acongoja el espíritu de los tiempos que vivimos: al poema hay que “castigarlo de modo eléctrico”.
En una apuesta por una poesía en la que el cuerpo se convierta en víctima y ofrenda del holocausto poético (tema relacionable con el mesianismo de la poesía modernista), Luna Miguel establece fuertes conexiones entre la poesía y el sexo. No se trata de una poesía sensual en su sentido estricto, ni muchísimo menos; es una poesía seca y cortante, obscena, que araña al recordarnos nuestra propia corporalidad y nos despierta del letargo de la sociedad del bienestar. Así, la actriz porno Jenna Haze será comparada con la propia Alejandra Pizarnik, y en “Red bull sin azúcar” la poeta se abandona a la pornografía, desengañada de un mundo en el que la poesía parece no valer nada.
De interés especial es la segunda parte del libro, titulada “El spleen de Madriz” (de nuevo el Modernismo, con su abulia y, como veremos, su malditismo). En un autobús de cercanías la poeta recorre una ciudad muerta, que languidece en un hastío irreversible que parece contagiarla, o ella contagiar a la ciudad desrealizándola con su mirada lírica.
El tema de las ciudades muertas es otro tópico modernista; se inicia en 1894 con Bruges la morte de Rodenbach y culminará en la pintura de la Venecia agonizante de El fuego de D’Annunzio y La muerte en Venecia de Thomas Mann. Luna Miguel, siguiendo al Valle-Inclán de Luces de bohemia, dibuja con trazos expresionistas y decadentes un Madrid “absurdo, brillante y hambriento” plagado de prostitutas, con las cuales ya Manuel Machado hermanó a los poetas en “Antífona”, en tanto que ambos pretenden vender lo inapreciable: el cuerpo y la poesía.
El viaje constituye un descenso al interior de la poeta, al final del cual encontrará su propia voz poética (y creo que la ha encontrado). Del mismo modo que en la Divina comedia de Dante, se trata de un viaje iniciático en el que a la poeta se le presenta la dura prueba de resistir a las deprimentes visiones que la rodean, literaria y socialmente, siguiendo la estructura mítica del héroe que ya esbozó Mircea Eliade. La ciudad en la poesía de Luna Miguel se debe entender como actualización del tópico del locus horribilis, como también atestiguan otros poemas como “Parque de los yonquis”.
El “Notturno 223, sexta parte” constituiría la culminación de este viaje iniciático. En ella, la voz poética se coloca las máscaras de diversas corrientes poéticas para, al final, llegar al fondo del Inferno, de su propia carne que aúlla, y encontrar allí su voz personal para evocar a la noche.
Algo que valoro epecialmente es que la autora no reniega de la tradición literaria al reivindicar a lo punk la poesía: los gorriones de Catulo están ahí para recordarnos que, para ser “modernos”, es preciso volver la vista atrás y beber de los clásicos que, pese a todo, jamás morirán. Así, se enfrenta la Poeta se enfrenta al Narrador en un pugilato sexual, reprochándole su desprecio por todo el “lirismo griego”, por “el latinajo”.
En una sociedad exenta de ideales y espiritualidad donde todo es caduco y el amor se ha convertido en una actividad de usar y tirar -cuánto daño le hacen a Luna las palabras de Fréderic Beigbeder-, la poeta se considera justamente maldita, o mejor, maldicha. El poema adquiere en este contexto una función claramente subversiva; se convierte en “una piedra de coca”, temida y capaz de hacer explotar el mundo conocido por los aires. Esto adquiere mayor sentido cuando se recuerda a la voz poética conectando con los yonquis del parque, con las prostitutas callejeras.
Con sólo veinte años, Luna Miguel lanza un aullido que resuena en todo el panorama literario nacional. Tras hundir los pies en las inmundicias de una sociedad muerta y destruida por la comodidad y la falta de valores, cuando no de sentimientos, nuestra poeta reivindica la necesidad de la lírica a pesar de todo. Porque todavía queda mucho que decir. Los cerebros podrán haber sido destruidos por el emoticono, pero recurriendo de nuevo a Bécquer, se vislumbra la certeza en una voz muy joven: habrá poesía.