Me parece casi obsceno tener que enarbolar la bandera del ínfimo salario mínimo interprofesional que rige en este país, pero ya no me quedan más argumentos racionales. Lo siguiente es llamar despreciables, rastreros y ladrones a las empresas de asistencia eléctrica urgente.
Después de dos angustiosas horas en las que pude –pudimos- comprobar la inutilidad congénita a la que nos ha sometido la electrificación imperante, había llegado la hora de enfrentarse a la cruel realidad: el individuo y sus necesidades no son nadie frente al capital y sus intereses. Llámenme melodramática pero 300 euros es la mitad de mi sueldo. No sólo habíamos pasado frío –se nos ha olvidado ya cómo calentarnos sin talar árboles a destajo- y descubierto que ni comer podíamos (¡todo en esta casa es estúpidamente eléctrico) sino que además íbamos a descubrir que el fallo volvía a ser el fusible.
Y ya lo habíamos arreglado –y pagado unos cuantos cientos de euros por ello también- hacía apenas diez meses. “Ah, no, la empresa solo le cubre tres meses de garantía”- chilla una voz de timbre poco grato al otro lado del teléfono- “tal y como pone en la factura”. Pero en la factura no pone nada y según el técnico nuevo, el de los 300 euros, nos han puesto un fusible erróneo (para el triple de potencia de lo que tenemos contratado) y encima no está bien apretado por lo que “antes salís ardiendo a que os salte eso que os han puesto vaya”.
Resumen: la empresa privada –ésta, la anterior y toda que se precie- no sólo nos tiene en vilo el tiempo que quiere a oscuras y congelados y nos cobra un ojo de la cara, sino que, además, tenemos los usuarios que tragarnos el que trabajen mal y no puedas reclamar (según ellos, porque eso ya lo veremos) amén de la horrible autoconciencia de imbecilidad por haber sucumbido tan de lleno a la tiranía de la electrificación.