En verano, al medio día se asomaba una a la calle y el aire quemaba. Mi madre nos decía que el aire echaba fuego, que no se podía salir y entonces nos tiraba una manta al suelo y todos dormíamos la siesta.
Las tardes de agosto, entre dos luces, se quemaban los rastrojos. Mi padre esperaba a que se hubieran apagado el rescoldo para volver a la casa. El campo estaba preparado para la próxima cosecha.
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