Si unimos todas las etapas formativas desde que entramos en la guardería hasta que hacemos el último máster posterior a la carrera nos llevamos más de veinte años seguidos estudiando. Después, transcurrirán al menos cuarenta años trabajando.
Podrías pasarte una carrera universitaria entera aprendiendo y soñando con un idílico puesto de trabajo para, una vez llegado el momento de dar el salto, ser ubicado en un empleo que, aún coincidiendo con el sector al que aspirabas llegar, no representa ni de lejos las expectativas que te habías creado en tu etapa estudiantil. Mes a mes, año a año, vas entendiendo que la teoría universitaria, tan bonita y necesaria, no tenía nada que ver con la realidad profesional. Tanto por las funciones realizadas como por las cada vez peores condiciones laborales, en lo referente a sueldos, horarios y expectativas profesionales dentro de la empresa o sector, la realidad es que el trabajador, que comenzó tan motivado de joven al terminar la carrera, no tarda mucho en empezar a sentir el fraude de esta historia, el agotamiento, el aburrimiento, el hartazgo e incluso la depresión más absoluta al ir entendiendo que sólo si ocurre un milagro podrá evitar pasar toda la vida en el mismo puesto, con las mismas funciones, sin posibilidad alguna de ascenso o simple cambio de actividad, hasta que la empresa en cuestión quiebre o le echen.
Hemos creado un mercado laboral que, salvando contadas excepciones que ponen los dientes largos, lo que produce es un aumento exponencial del aburrimiento social con el paso del tiempo. A eso, en terminología empresarial, le llaman descenso de la productividad. El aburrimiento y la productividad son inversamente proporcionales. Es difícil mantener la productividad sin una motivación intelectual a lo largo de una vida laboral que no te ofrece ninguna expectativa de futuro más allá que seguir haciendo siempre lo mismo.
¿Sería descabellado plantear otro sistema? Probablemente mucha gente que está entre los 30 y 50 años, que llevan entre diez y treinta años trabajando, estarían encantados de salir de esa monotonía y poder acceder de nuevo a los estudios, e ilusionarse con nuevos retos intelectuales y diferentes perspectivas profesionales. Quizás podría plantearse un sistema que no condensase toda la carga lectiva en los primeros veintitantos años de vida, sino que terminásemos de estudiar más jóvenes, trabajásemos en sectores en los que la juventud y la fuerza física es un bien preciado, y, tras unos diez primeros años de esa forma, con más madurez y conocimiento de la vida, dar la posibilidad de pasar unos cuantos años realizando estudios universitarios o del tipo que se desee. Después de diez años de trabajo haciendo lo mismo, cualquier trabajador recibiría con motivación la perspectiva de acceder a nuevos conocimientos y posibilidades de futuro, y, una vez finalizados esos segundos estudios, esa educación madura, aspirar a un puesto de trabajo con mayor responsabilidad, que requiera menor esfuerzo físico y tuviese mayores expectativas intelectuales. Reduciríamos con ello el aburrimiento, el hartazgo y la depresión laboral, mejoraríamos la motivación generalizada, y, rizando el rizo, comenzaríamos a estar a gusto no sólo cuando llegase el fin de semana, sino durante toda la misma.