Dicen que existe un puente que desemboca a la gloria misma sea cual sea el sentido en el que se recorra, lo mires por donde lo mires te conducirá hacia la alegría y la gracia de unas gentes únicas en el mundo aunque haya quienes se empeñen en decir lo contrario.
Un puente que su día fue de barcas que se bamboleaban al compás de las olas del Guadalquivir y que comenzó a estrechar lazos entre ciudad y ribera, llegándose a empapar la una de la otra como no habían hecho durante siglos anteriores.
Un puente que creció y se hizo fuerte con el paso de los siglos cambiando la madera por el fuerte acero que sostendría los pasos de transeuntes y viajeros que lo cruzaban para buscarse el pan entre los callejones de un barrio que fue albergando en su seno gremios y corrales de vecinos.
Un puente desde el que no se sabe si es más bonito ver como comienza a dorarse la Torre del Oro cuando va saliendo el sol, o contemplar el naranja atardecer que se ciñe sobre el Aljarafe cuando la tarde se cansa de ser tarde.
Un puente que a veces parece temblar al son de los cascabeles de los coches de caballos y que se viste de público y redobles de tambor cuando pasean por él las cofradías del barrio que le da nombre, durante los días que marcan un punto de inflexión en la vida de una ciudad que se para durante esa semana del año que tanto espera.
Un puente sobre el que todo lo que se diga es poco. Un puente que es el puente con mayúsculas porque a un lado tiene a Sevilla y al otro, Triana.
Que no me hablen del puente de Brooklyn ni del puente de Rialto, a mí el que me tiene ganado es ese que cualquier mediodía te lleva hacia al Altozano en el que te reciben trianeros de ley dándote los buenos días.