En mi memoria están grabados los momentos de mi vida en los que he descubierto que determinadas cosas en las que creía ciegamente eran, en realidad, opuestas a como pensaba. En esos instantes el cerebro brinca, da un vuelco, un salto casi mortal…y renace. Aprende. Crece.
Recuerdo una mañana, hace unos cuantos años, en una clase de la facultad. Mi atención estaba puesta en los dibujos de la madera de la mesa cuando la profesora dijo que el cociente intelectual correlacionaba de manera inversa con el éxito profesional. Yo, que siempre había considerado que la inteligencia era la virtud más elevada, la que más admiraba, la que más me seducía, abandoné mis importantes quehaceres, levanté la mano y pedí una explicación.
La profesora me dijo que estaba demostrado que existe una relación directa entre ser muy inteligente y tener problemas psicológicos. Tal afirmación me llevó a preguntarle si, por tanto, había encontrado muchos casos en terapia de personas con un elevado cociente intelectual; la respuesta fue afirmativa (aprovecho para mandar un saludo especial a todos esos valientes que os habéis enfrentado al diván; al parecer, muchos sois muy listos).
Desde entonces, he leído varios estudios que afirman, efectivamente, que las personas con un cociente intelectual alto tienen problemas en el trabajo. Personalmente considero que ser inteligente significa, genéricamente, “darse cuenta” de las cosas.
Alguien puede darse cuenta de cuál es la clave para resolver una incógnita en una ecuación, o darse cuenta de que su pareja es egoísta o de que su jefe es mediocre. La tercera percepción supone un grave problema: ¿qué hacemos si queremos conservar nuestro trabajo, pero no estamos de acuerdo con cómo nos dirigen?
Este tipo de preguntas que cortocircuitan a las personas que perciben inevitablemente una sobredosis de estímulos tienen una solución: la inteligencia emocional.
La inteligencia emocional consiste básicamente en saber gestionarse uno mismo y las relaciones que mantiene con los demás. Una persona inteligente emocionalmente es empática, sabe comunicar adecuadamente lo que quiere y lo que no, no necesita a nadie que le motive porque sabe impulsarse a sí misma, sabe regular perfectamente sus emociones.
Este tipo de competencias son las que diferencian a una persona con talento que consigue manejar su carrera de una que, a pesar de ser brillante, no consigue despegar y pierde todos los trenes que se le presentan. Recordemos, por ejemplo, a Van Gogh: claro está que mucho autocontrol no tuvo cuando rebanó su oreja.
La buena noticia es que, a diferencia del cociente intelectual, la inteligencia emocional podemos desarrollarla sin límite alguno. Aprovechemos esa baza para triunfar en lo que queramos o, aunque sólo sea, para sobrellevar mejor determinadas directrices malsonantes por las mañanas.