Nadie sabe quién fundó Sevilla. El tiempo ha borrado el nombre de su creador de la Historia y en principio, sólo en principio, nada queda de él en estas calles. Si imaginamos a aquel sevillano ilustre, es difícil no sentir lástima pensándolo al borde de la laguna que cubría el final del río, tratando de sostener una cabaña con un poco de adobe. Eran tiempos difíciles, dicen los historiadores. Tiempos oscuros en una tierra debatida entre los tartesios y los mercaderes fenicios, con frecuentes luchas y un terrible vasallaje a una nobleza que vivía del metal de las minas cercanas.
Pablo Rodríguez. Pero volvamos a ese primer sevillano. Lo imaginamos en pleno julio, con la espalda doblada y el sol castigándolo de pleno. Desde la laguna muy probablemente le llegue el olor nauseabundo del agua estancada, como ocurre hoy en día en Venecia, y nuestro héroe se dedica a crearse una sombra lo suficiente grande como para poder echar la siesta un rato. Él está creando la más grande joya de occidente, la más alta de las ciudades y no lo sabe. Ese primer sevillano es la ciudad misma, su propio espíritu que nada sabe de monumentos, de metales preciados, de mercados.
El primer sevillano nunca conoció las altas naves de piedra de la Catedral, porque supo que Sevilla no es sólo la Giralda y su sombra elegante; el primer sevillano nunca imaginó la perspectiva áurea de la calle Betis aunque quizás intuyera el gozo dichoso de un Domingo de Ramos, cuando la Paz cruza el parque y en la radio del alma apuntan una Semana Santa más; el primer sevillano no supo de Bellas Artes a pesar de poner la semilla, ni supo de metros subterráneos, ni gobernantes veletas que deberían estar apostados sobre una torre por sus caras duras de metal y sus giros al aire que más sopla.
Todo esto desconocía porque nada de esto es Sevilla. Aquel primer sevillano era el bullicio en la primera plaza del Salvador al final de la tarde, tras el duro trabajo; era la fatiguita de sacar la familia adelante y buscar un cobijo, un almuerzo que poner sobre la mesa; aquel primer sevillano era una ilusión de un futuro que anhela y unos ojos cerrados, que Dios nos pille confesados, que los mercaderes de Fenicia siguen llevándose caliente los frutos de la tierra. Aquel primer sevillano, hombre ilustre sin duda, perdió su nombre en la Historia pero sigue tan vivo como nunca. Todavía hoy busca una sombra y levanta su casa mientras le llega, a través de los medios y través de milenios enmohecidos, el olor estancado de la laguna del poder político.