La vida y el verano confluyen en la misma identidad: son época perfecta para abonarse a la justicia poética. Siempre entendí que esta está en todas las facetas de la vida. En situaciones que creemos de novela hasta que la realidad nos baña con humildad y nos dice que hemos olvidado que sólo somos hombres, que las campanas suenan por nosotros porque cuando algo se va se va una parte de nosotros. No es la estación favorita de quien suscribe. Culpable, señorías. Como animal del Cantábrico, hecho en el Cantábrico por empecinamiento, necesito de los veranos grises de jersey azul a rayas blancas y tengo el invierno por estación favorita. Dicho cuanto antecede, es la mejor época, el verano y la vida, para perderse en territorios que hasta hora oteaba como desconocidos. Las salinas de la isla, Cortadura y unos ojos de los que no salir.
Si instalo la tienda de campaña en Sotogrande para no pestañear viendo Polo, uno se siente furtivo en esa Argónida que son las salinas. Un paisaje con misterio que engancha, que termina por amarse, que golpea y coge nudo en el estómago. Porque el hombre no es hombre hasta que escucha su nombre en el viento. Sorprende siempre en el verano lo que siempre fue tónica general. El café que cada tarde de sábado se enfría entre cabezada y cabezada viendo a los hombres pedalear. Si los besos de un abuelo sabían a MG y Montecristo, los del otro, el que se quitaba las gafas con tanta elegancia como Gregory Peck sabían a café y periódico. Porque el periódico en las tardes de verano se quedaba en la misma página abierto mientras Induráin, Ulrich, Pantani y cía escalaban contra la vida y la grande boucle. Mientras se iba enfriando el café se aprendía que Bahamontes subía, llegaba el primero, sacaba su bocadillo y se sentaba a esperar al segundo para seguir la escalada. Que Perico Delgado era santo y demonio, un Luzbel sobre dos ruedas que también decía non serviam ,que no serviría en plato caliente su derrota, que a Francia se va a morir o a coronarse. Que como Luis Ocaña nadie hubo sobre una bicicleta, y qué poco se acuerdan de él. El hijo del padre represaliado que lloró de emoción y alegría cuando supo que su hijo pedalearía con y por las Españas.
Con el deporte relatado y vivido a través de otros me ha pasado algo peculiar, y es que las buenas noticias me llegaban siempre estando en sitios insospechados. Recuerdo que fue paseando por Bleecker street en Manhattan, allá por Agosto de 2008, de camino al Corner Bistro, cuando mi padre me dijo, «Oye, que un español ha ganado un bronce olímpico en esgrima. ¡EN ESGRIMA!´´. Fue tal su sorpresa que desde entonces creo que –por ese detalle- Bleecker Street es mi calle favorita del mundo. Dos perdidos en uno de los pocos rincones que tienen sentimiento en Manhattan, en la inmensidad de la urbe y soñando en mi cabeza con Verrazano y las luces del puente que nunca se acaban. Mientras paseaba por el Soho vi en una tele cómo Samuel Sánchez se coronaba de oro sobre dos ruedas en Pekín. Y Asturias se me desmayaba encima estando yo a 6.000 kilómetros de una de mis tierras. Puede que sea extraño, pero el ciclismo de verano puede que sea el último patrimonio perdido entre nietos y abuelos.
Días atrás en esta semana, mientras corría, la tecnología me arrollaba como a un surfista en la inmensidad de Ohau. Una alerta en el móvil y, «Carlos Llavador bronce en el mundial de Esgrima´´. Al finiquitar los 14 km no se me ocurre algo mejor que visionar el duelo de florete entre Llavador y Giorgio Avola. Llavador baila como una mariposa y golpea como una avispa. Es una mezcla de Vivaldi y Drazen Petrovic; un trémolo de golpes y toques que se suceden perfectos y justos combinados con pasos y flexiones de piernas buscando el punto exacto donde desinflar el orgullo del contrincante. Y en minutos, Llavador tiene al italiano Avola rogando alafias. La imagen con la que me quedo del combate es la de una fotografía de EFE tomada con anterioridad al propio duelo. Llavador mirando reflexivo, serio, a la nada, desafiante. Un espadachín abonado a la justicia poética haciendo ley a golpe de florete.
De todas las virtudes ensalzables de Llavador podría destacarse una habilidad increíble para desterrar el miedo y la cobardía. Algo que no está al alcance de todos. Pulula en la ciudad desde hace días el rumor de querer quitar nombre a la calle más vistosa de cuantas existen aquí. ¿El pecado? Nada. Llamarse Joaquín Romero Murube. Joaquín, el Alcaide del Alcázar que escondió a Miguel Hernández cuando pesaba sobre este último orden de detención. Joaquín, el que guardaba en sus adentros a aquél joven que escribió Pueblo lejano, el que organizó una cena homenaje a Lorca a la que Lorca no fue porque «le había salido una luna en el pecho´´ . Romero Murube el valiente, el que al ser depurado su amigo Federico tuvo las gónadas de escribir un libro de romances denunciando el asesinato del poeta .
Nada puede reprochársele a los políticos que tal vileza pretenden. Quitar una calle a un hombre bueno. Las cuentas a Joaquín, el que escribía desde los tejados del Alcázar, ya se la ajustaron caballeretes con ínfulas como Rodríguez Almodovar, quien trata a Romero Murube en un artículo de Vanity Fair como «poeta segundón del 27, amigo de Lorca y de Miguel Hernández, que se pasó con versos y bagajes a los sublevados´´ . A Almodovar se le olvida que fue en el `34 cuando nombraron a Murube Alcaide del Alcázar, pero él prefiere quedarse con el recuerdo de que Romero Murube fue falangista. Como Foxá y Sánchez Mazas. Al último, críticos de tendencias nada sospechosas no dudan en calificarlo como una de las cumbres de la literatura española del XX. Al primero, críticos de tendencias nada sospechosas no dudan en calificarlo como el padre de la mejor novela sobre la guerra civil, Madrid de Corte a Checa. Felipe Alcaraz dijo de Foxá, justificando el veto a un homenaje a este, que su obra literaria no tiene calidad y que su novela Madrid de Costa a Checa es una novela que los nostálgicos se empeñan en recordar . Debió nublarle a Alcaraz ese día algo serio el juicio y la razón, pues se ve lo gran conocedor que es de la obra de otros. La ideología nubla, los celos más, buena muestra de ello son Almodovar y Alcaraz. No obstante, prefiero una crítica ignorante de colegas profesión a la crítica ignorante, vacía y prescindible de políticos que no tienen en sus ocupaciones leer sobre vidas ajenas.
La gauche snob de la ciudad parece despertar para hacer nada, para investirse de una superioridad moral que nadie les pide y erigirse en comandantes de la verdad y su justicia. Cuando enciendan la hoguera para su vanidad tengo un estante preparado con Madrid de Corte a Checa y la antología de poesía de Foxá, Sevilla en los labios y Los cielos que perdimos de Romero Murube. Y llegado el momento de la quema purificante y excitante para su propio gusto los fantasmas volarán y les mirarán diciendo «Ardemos para que vuestros descendientes sean mejores que vosotros´´. Puede concluirse que tenemos por políticos a gente que no tienen entre sus virtudes las de un duelista de esgrima, no destierran miedo ni cobardía; solo destilan ignorancia. Por suerte, siempre nos quedarán semblantes como el de Carlos Llavador para olvidarnos de quienes vienen amargados de casa a hacer política desde la supina ignorancia.