‘La tierra te está llamando, tú lo deseas, ¿que tú no sabes que hay que tener cuidado con lo que se desea? Tienes carita de saberlo’, me dijo aquella anciana cubana hace poco. A la semana de eso uno empieza a dar forma a la que será su quinta mudanza. La de su vida; las anteriores, las de la infancia y adolescencia son las mudanzas de la vida. En las que siempre se encuentra uno la puerta abierta porque los padres siempre esperan. Y todo entre dos mares que vivimos: ‘la mare que parió el levante y la mare que parió el poniente’ que me dice un lobo de mar.
El recuerdo. Siempre. Golpea en los ojos como el viento, siempre; y siempre queda cuando todo se pierde. Take up our quarrel with the foe: To you from failing hands, we throw The torch, y los hijos vivos Prosiguieron la lucha con el enemigo en el nombre de aquellos hijos que -con sus manos exangües- les arrojaron las antorchas que habrían de alumbrar la vida a través de la oscuridad. Y las amapolas crecían y se agitaban en Flandes, entre las cruces, como el aldabón de vida que golpea en silencio a la muerte. El último hilo de esperanza. La esperanza del recuerdo, de no haber caído en vano. La esperanza de aquel padre llamado Kipling de apellido que buscaba a su hijo, a uno entre 50.000 hijos que dejaron su vida en Loos.
Más de un millón en el Somme, 110.000 en Caporetto. Y nunca un paso atrás, solo el gesto de agacharse a abrocharse los cordones era susceptible de ser considerado por los oficiales italianos como gesto previo a la deserción. Y las puertas siempre quedaban abiertas, los padres siempre esperaban, porque los hijos siempre volvían. Pero cuando la tierra llama los padres no pueden hacer algo contra el dolor. La noche, el frío, ¿qué es el dolor frente al silencio? La noche que todo lo engulle, salvo las lágrimas.
No estaban allí para replicar. No estaban allí para razonar, No estaban sino para vencer o morir, y Tennyson mutó en el destino de aquellos que protagonizaban la que fue llamada La última guerra entre caballeros. Entre caballeros fue llamada por el detalle de la sepultura con honores militares que recibió en suelo francés el Barón rojo, Manfred Von Richthofen. “Aquí yace un valiente, un noble adversario y un verdadero hombre de honor. Que descanse en paz”, rezaba su epitafio, anécdota que ya hubiese querido firmar el mismísimo Ingmar Bergman. Afirma Peter Englund en La belleza y el dolor de la batalla que aquella guerra a todos robó algo: la juventud, las ilusiones, la esperanza, la humanidad; la vida.
Sopla el viento, levántese el recuerdo; en los valles de Flandes, así como en todas las casas, vuelan las amapolas por aquellos que, cien años ha, dejaron su vida no en la guerra, si no en la gran guerra. La guerra que inauguró la era en la que la vida en un campo de batalla valía nada y menos. Cien años, y siempre volver la vista atrás hace caer en la cuenta de que posiblemente entonces las balas dolían el doble, y la muerte dolía igual. Todos los padres regaban con llaves las macetas que escoltaban la entrada de sus casas, y las puertas siempre abiertas, por si a la guerra le apetecía devolver con vida a los hijos. Siempre en la noche, siempre volvían en la noche; cuando el padre casi desfallecía ante la mesa con el café frío y el tabaco fundido. Cien años hace de aquellas noches; cuando la libertad. Cien años hace y las amapolas seguirán agitándose por nosotros y en nombre de todos aquellos que resucitaban en la noche sin llamar a la puerta de sus padres.