Los reyes eméritos Juan Carlos y Sofía / Alberto Schommer

Lo que deberían pedirle a una persona justo en el momento en que ve la luz por vez primera es que viva. Que viva su propia historia, que únicamente sea depositario de un legado y que mire hacia adelante y que destierre el miedo. Por supuesto el apellido es un préstamo, algo susceptible de mejorarse, de engrandecerse. Pero hay que hacer algo tan sencillo como vivir, sencillo de decir, difícil llevarlo a cabo. Vivir conlleva el permanente riesgo de la muerte, pero, ay, el placer del riesgo, lo furtivo.

De todas las historias para contar de noche y con la camisa a medio abrochar, la mejor es la de la transición. Unos pocos infelices revistieron la épica de miseria moral; unos muchos felices votamos en cada comicio, sabiendo que con nuestro voto rendimos tributo al esfuerzo de nuestros abuelos porque ellos y nosotros pudiéramos elegir. Lo que ellos no pudieron, la posibilidad que no les dieron, por lo que lucharon.

Es una historia que habría de contarse de noche -como digo- con la camisa a medio abrochar, pegando el frío, que es cuando mejor se recuerdan las batallas. El búnker de Girón de Velasco y cía tocando en retirada cuáles músicos del Titanic sabiendo que su España tenía que ser bien enterrada; Miguel Primo de Rivera y Urquijo ejerciendo de buen amante, un vizconde del Invierno que sabía que los azules debían hacerse el haraquiri. Libertad Igualdad y Fraternidad, si, con responsabilidad; y la libertad de las Españas se fraguó en los cafés de escritores que trasnochaban con un ideal de tres pilares que defendía Foxá ya en su madurez: Café, Copa y Puro, en las redacciones que humeaban tinta, whisky y tabaco; en el bar del congreso de los Diputados, donde los bartenders eran los mejores politólogos de la época.

Mi Transición empezó en mis 16 años al descubrir aquella foto célebre de Carmen Diez de Rivera e Icaza. La belleza incorregible, los ojos de gacela acuática, el fin del mundo en una media sonrisa. Mi Transición acabó cuando, la mañana antes de jurar como Abogado, volví a ver la imagen de Adolfo Suárez dejando caer su cabeza sobre el respaldo de su asiento mientras Fernández-Miranda pronunciaba “el proyecto de ley ha sido aprobado”. Tarancón recordando que el mandato De Dios para un rey y para los gobernantes debe ser el deber de hacernos y sentirnos prójimos a todos los hombres.

Quizás subyace en toda historia de Libertad la misma identidad que en las historia de amor: que todo son historias de fantasmas. En las segundas todo es ideal, en la primera no hay ya primeras personas que las recuerden, o pocas hay. Como siempre, en cada historia hay héroes olvidados. José Mario Armero como héroe calculador y arquitecto del momento oportuno.

Hoy asistimos a un intento de entierro sin honores de una historia que debe recordarse cada día. De no ser por ella no estaríamos aquí, ni cada domingo juntaría estas letras, para mayor sopor y cansancio del respetable. Los encargados de desvestir la historia no son más que unos pocos burgueses cuya tragedia es no tener tragedia sobre la que basar su argumentario para conquistar el poder.

Burgueses todos, mandarines, piangentes que a un lado y otro buscan liquidar un Estado sin el cual sus vidas no tendrían sentido. Tal ahínco en podar las hojas de la libertad de España desemboca en una distorsión del concepto de patria que termina simplificado por ellos en una bandera. Pero la patria es algo más. Mucho estaríamos pidiendo si algún parlamentario cayera en la cuenta de que la patria es esa inviolabilidad parlamentaria por razón del cargo que pueden hacer flexible hasta límites que no cabía sospechar, por ejemplo.

De todo, todo, fue causa un error de amor, siempre todo trae causa de ello. Una vez escribí aquí que probablemente aspiro a que alguna vez venga a contarme Eve Marie Saint esta historia mientras somos los únicos pasajeros de ese tren en Con la muerte en los talones. Que todo es susceptible de mejora es indiscutible, que todo es imperfecto está más que claro. Fue una historia forjada por mujeres, por hombres. Todo entre sonrisas y manos a una, porque sabían -responsablemente- lo que la calle pedía, lo que la patria y la razón exigían. Pero la Libertad no era una exigencia, era lo normal, una necesidad; lo normal en la calle elevado a normal en la política.

Con los años, todo fue un baile, un vals que jamás acabará. Porque todo aquello que es susceptible de mejorar jamás acaba, no así con lo perfecto, porque lo perfecto es tal porque tuvo fin, y la Libertad jamás tiene fin. ‘Estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que el Rey me ha pedido’, dijo Fernández-Miranda un año antes de todo, admirable la raza de un asturiano que utilice alguna vez el perfecto compuesto; solo por ello, llegado el momento, podría arrodillarme y decirle a ella ‘estoy en condiciones de ofrecerte lo que no me has pedido’, y entonces recordaré que cuando nació la Libertad a todos los pilló bailando. Solo entonces diremos que no fue real, pues somos deudores del sueño de Libertad que de noche nació.

Nacido en 1989 en Sevilla. Licenciado en Derecho por la Universidad de Sevilla y Máster en Tributación y Asesoría Fiscal por la Universidad Loyola Andalucía. Forma parte de 'Andaluces, Regeneraos',...