A todo lo que aspira un hombre es a ser útil y -mientras tanto- pasar desapercibido, no llamar la atención. Lo que ocurre entre ser útil y pasar desapercibido se llama Vida. En la vida hay situaciones divertidas, felices, malas, inimaginables; también está la política, la política es el invento más aburrido de cuantos dio el hombre en inventar. La política orgánica, la vida interna de un partido, es un sufrimiento comparable únicamente a ese golpe en el dedo meñique con la mesa, el aburrimiento del aburrimiento. No obstante, a veces hay inventos como la ciencia política que hacen divertida la política y se les inviste a los politólogos de un aura de futurólogos que les viene mal. Véanse los últimos acontecimientos.
La politología lleva dando grandes momentos de gloria en los últimos años. El mejor creo que es haber convertido a Aitor Esteban en ‘el mejor orador del Congreso de los Diputados’. El día que escuché tal conclusión me pregunté en silencio lo mismo que Lord Mountbatten mientras cogía un receso en medio de la barbarie para reunirse con los suyos a departir: ‘¿A qué hora dice el primer Lord del Almirantazgo que vuelven los alemanes?’. Grotesco aburrimiento y grotesco premio, como grotesca mi tragedia -inexistente-: beber café sin gustarme. No obstante, necesitamos la política tanto como el café, sin ella nos dormiríamos y reiríamos poco por no llorar. La vida de uno tendría menos risas si no se escuchara a tanta gente al cabo del día invocando la buena voluntad, El Progreso o el bien común sin acabar las frases con un ‘era broma, todo es pose’. Por supuesto la vida del siglo XXI no sería como es de no ser por esa raza superior que constantemente nos culpa de existir. Qué novedad, descubrieron el pecado original.
Últimamente tuve un momento favorito: la gente sorprendiéndose porque un diputado despide a otro de la cámara baja de buenas maneras, sin tirarle piedras a la espalda, sin risas. ‘Es usted buena persona, le pone calidad humana a este lugar’. Mi momento favorito porque la gente lleva decenios despegada de sus instituciones. Dejó de ser en la calle normal lo que a nivel político es estrictamente normal: que los políticos escenifican una confrontación que empieza y acaba en el hemiciclo. En los alrededores, en el bar del Congreso -ese sitio donde están los que saben política de verdad-, en el cigarrito entre recesos, todos son amigos. No se contempla que las personas estén por encima de las ideas, hay algo mejor: el sentido común. Así, con eso, resulta claro que por mucha queja con o sin razón, por lo general, se vive despreocupado por la vida legislativa, salvo cuando soplan vientos de gresca, batalla o histrionismo y la televisión hace el resto.
Poco se resalta también el patetismo revestido de derrota honorable. Dicho de otro modo, poco se resalta que la elegancia y el saber estar no los da el pasaporte. La ciudad tiene esa pose especial de algunas personas que desearían haber nacido británicos. Si tuviera que buscar razón por la que ser británico en los últimos dos años, sin duda, esa razón sería Theresa May. Theresa May acude a Bruselas a capitular, a postrarse, a mostrar un orden natural de las cosas; que Reino Unido se va y se va sin opción. No obstante, le sienta bien de cara a su ciudadanía disfrazarse de una mezcla entre Ricardo III y Lady Godiva. Pero la realidad es más dolorosa. May, en su lucha y queja despojada de toda épica y razón, acaba por ser el caballero negro de Los caballeros de la mesa cuadrada que, cuando exige batalla sin brazos y piernas, exhala, ‘¡es solo un rasguño, heridas superficiales!’, y todo lo tiene perdido carcomida por un síndrome de Hubris del que poca cura tiene. Desearía ser como May solo por creerme que estoy cayendo de forma honorable mientras todos ven un ridículo espantoso.
Bien haría May en recordar aquella anécdota entre Lady Astor y Churchill, “el problema de Lady Astor es que ella cree que yo soy importante. Está equivocada, yo soy útil”, respondió el tío de Cayetana De Alba en un foro. Los legisladores y gobernantes no caen en la cuenta de que están donde están para ser útiles, no importantes. Con todo, conviene tener claro qué hay que hacer recordando aquella batalla dialéctica entre dos parlamentarios ingleses:
-Acabará usted mal.
-Eso dependerá de si abrazo sus ideales o abrazo a sus amantes.
Lo que no sabemos es que los mejores amantes de los políticos son ellos mismos. El ego es tan caro para algunos que en ocasiones es difícil mirar otro espejo en el que no esté uno reflejado.