Cuando las cosas empiezan conviene dejar pasar un tiempo de decoro -que no luto o adorno- justo tras el comienzo a modo de toma de conciencia. La temporada de Polo en Sotogrande ya empezó. Hace unas semanas, diría yo que un mes, o así, no estoy convencido. Y no por otra cosa, es que no estuve en el inicio, llegué justo tras la Resurrección. La temporada empezó un día y yo la empecé otro, pero lo bueno de volver a empezar, con el dibujo en la carita de Cole Porter, es que los sitios van abriendo y uno llega preguntando si está abierto y una voz amiga responde, ‘no, pero pase, que una copa le servimos. Pero no lo diga muy alto, que aún estamos limpiando’. Y con eso uno toma conciencia de que los lugares van abriendo primero para las gentes de reputación excelentemente cuestionable.
Con el tímido nacimiento del verano, ese desperezamiento como de una diosa terrenal entre sábanas de impostada verdad de la mañana, algunos se hacen los olvidadizos entre épocas: redescubren la belleza como si nunca la hubieran conocido, como si la belleza en invierno no existiese, los ojos les brillan al paso de gacelas aladas de largos y delgados brazos y uñas pintadas, y los cuellos rotos quedan. Descubierto queda el error: a torear, en el sitio y diciendo la verdad pero escondiendo el engaño; a amar y enamorarse, a contracorriente y en verano. Buenamente un pie tras el otro, como el trote, a ritmo desigual avanzando los días y apagando las velas del tiempo y la vida empieza a dejar de ser una broma diaria.
Leí hace tiempo que cuando dejan de preguntar por alguien parece que está muerto pero no lo está, y lo está cuando alguien pregunta a destiempo con la sorpresa destapada. Esta parte, que ha pasado muchos y buenos veranos en lo que se llama El Pueblo, ha visto muchas noches de sillas en la puerta de la casa al fresco. Si a día de hoy me cuestionan sobre el tema predominante de las conversaciones de verano entre mi abuela y sus primas no lo dudo: hablaban de muertos. No de su vida o lo simpáticos que eran si no de cómo vivieron el luto en su familia y si sus exequias fueron correctas y sin salirse del renglón. Curiosamente nunca escuché una palabra de mas sobre la muerte de un personaje novelesco de piel aceitunada y fibroso porte a caballo, el mismo que quedaba dormido en los postres y despertaba pidiendo de nuevo la comida que ya había engullido su cuerpo pero no su conciencia.
El riesgo de que nadie pregunte por uno es encontrarse con la lápida propia por sorpresa. Eso le pasó esta semana a Doris Day. Pocos sabían que aún vivía en este mundo de realidades distópicas en el que rara vez se crea arte y con frecuencia se encuentra uno a seres artificiales que viven de ‘crear contenido’. Doris Day, la mujer de otro planeta que enamoró a alguien tan difícil de enamorar como Rock Hudson. Hudson, el que una vez y siempre fue Jordan Benedict, rey de Texas. Doris Day pertenecía a ese club de mujeres que se pueden permitir no saludar y solo pestañear. Acaso no vale lo mismo un pestañeo que un saludo. No es lo mismo máxime teniéndose en cuenta que una caída de ojos enamora y un ‘hola’ separa para siempre. Doris Day era de ese club que rompía cuellos con la voz y la mirada.
Si pocos caían en la cuenta de que Doris Day aún vivía, yo vivía sin saber que Angel Teruel vive, vive y fuma. Vive,
Fuma, y Viste un traje de esos que ya no se cortan. Lleva unas gafas de sol caras de encontrar. Un traje de esos que se visten y uno no sabe si se es Michael de kent o un figurín de media noche que gasta humo en el Gijón. De Teruel leí en su día que Barbara Hutton se encaprichó de él, una historia de la que pocos son dignos para contar, y quién suscribe no lo es. En una época en la que Doris Day mandaba con un océano de por medio, y Ava Gardner vivía en Madrí -porque así hay que reírse de la que dicen es la capital- sin dejar dormir a Perón y su esposa. Welles campaba por las Españas como quería dejando atrás la batalla a sillazos con Ernest Hemingway que siempre recuerdo entre risas con mi querido Pablo Martínez Vega.
Uno a veces no sabe si es digno del tiempo que vive o indigno del que le gustaría haber vivido. Me decanto por lo segundo. No me habría imaginado llegando en su día a aquel hotel a la hora impropia encontrándome de frente con aquel al que la Gardner le preguntó que a dónde creía que iba, respondiendo él con guasa, ‘¿a dónde va a ser? ¡A contarlo¡’. De imaginarme, de creerme digno, corriendo hubiese ido al Gijón a contárselo a Buero y a los republicanos, que me hubiesen corrido a gorrazos sin permitirme el preceptivo pipermín y pitillo. No obstante, conviene tener claro dejar pasar a quien con años lleva ventaja en la vida, conviene aguantar la puerta para que alguien entre antes que uno, conviene interpelar a quien se tiene en frente con un ‘disculpe, joven’, atrayendo así su atención. Conviene preguntar en presente siempre por todos aquellos a quienes hemos olvidado, quién sabe si tras la esquina está Angel Teruel, fumando con garbo pidiendo que le brindemos el toro de nuestra vida que no se le brindó esta semana en la que Madrid se puso a sus pies como siempre mereció. Doris Day se fue, pero al menos aún nos queda Olivia de Havilland hablándonos del amor a modo de confidencia a media noche, que es cuando mejor saben los secretos y los pecados de la arena.