No querer saber lo que de sobra se sabe no será respondido. Porque o bien no nos gustará la respuesta o está no será veraz, y nada diferencia el disgusto de la mentira, o eso -erróneamente- creo. Como también es errónea -probablemente- mi creencia de que la edad es garantía de eficiencia y que la juventud no es garantía de innovación; y las lecciones que se reciban desde la tribuna imperturbable que da un buen corte, que de la normalidad es fácil escapar y librarse. Puede ser un miedo, un temor, algo fácil de lo que huir: la verdad que no se sabe.
Hace tiempo quien suscribe le preguntó a un amigo cómo definir el siglo XXI. ¿La respuesta?
-¡Tío! El siglo XXI es igual que el XX. La única diferencia es que la bolsa baja mucho y la gente tiene más miedo que en el XX. Por lo demás todo sigue igual, las mujeres siguen teniendo secretos.
Fue entonces cuando esta parte empezó a preguntarse, a intentar descubrir, cuáles son sus miedos. A qué temo. Qué no quiero saber y sé que vendrá sin remedio. Como ese sorbo largo de Ribera que doy mirando a La Luz verde de la bocana del puerto mientras con el pestañeo próximo atisbo la otra luz del faro, y un guiño final. Como deseando la buena suerte. Como ese golpeo doble con el cañón del pitillo en mi pitillera de alpaca.
Por temer las personas tenemos miedo a cosas banales. Le temo a que el zippo -réplica del que llevaban los marines durante la Segunda Guerra Mundial- se me quede sin combustible y me descubra que estoy desnudo como un rey sin corona. Quedarse sin fuego es como pedir un caballo sin saber que estás muerto, pero ya no está Shakespeare para escribir tragedias sobre la banalidad del existir.
Muchos le temen al cambio. Otros creen y parten de que el cambio aporta, otros que el cambio quita. La única verdad -la mía, porque todos tenemos razón- es que el cambio tiene su atractivo, y es que el Universo acaba por desterrarnos cuando culminamos la intención de cambio. Un aleteo de mariposa en la razón y el Universo explota en una de sus pequeñas e imprescindibles partes.
Por ejemplo, el universo me desterró cuando cambié a la maquinilla de rosca y aceite de afeitado, desterrando a otra vida la sangre y la piel seca. Me desterró el Universo cuando elegí a Bette en vez de Joan, me desterró cuando cambie 4 veces de libro favorito y me quedé con Al este del Edén como biblia.
Por temer, siempre le temí a lo mismo. Y en eso coincidí en la noche con el barman de siempre del último año: los niños. ¿Porqué temerle a un niño? Precisamente por la inocencia y la inocencia quita cualquier miedo posible y quién no es responsable corre el riesgo de conquistar el mundo.
Aquellas niñas de El resplandor reinan en el Imperio de mi miedo desde que tengo uso de razón, y aquel miedo que aún hoy pervive encuentra fundamento -entre otras cosas- en aquella frase de El paciente inglés sobre la comparación entre las traiciones en tiempo de guerra y las traiciones en tiempo de paz, siendo paradójico que las infantiles son las traiciones dolorosas de los tiempos de guerra.
A la guerra se le puede echar la culpa de todo, es un lugar cómodo, ya lo aclaró Bardem en Muerte de un ciclista pero no veo lógica en cargar los temores a algo serio y descargárselos a algo inocente como ese niño oscuro que no pocas veces encontré en sueños. Aún así, jamás sería capaz de acabar con ese temor, nadie se atreve a matar a un niño, aunque no exista, y si lo hiciera creo que acabaría con una parte importante de mi. Además, es un miedo que mantiene a quien suscribe cómodo: de lo duro ya me libraré, pero que Dios me guarde de la inocencia oscura
Que si, que puede que sea mentira, que el Mediterráneo es un mar de pobres, pero aquí estamos los que lo habitamos, lo vivimos y lo miramos como si fuera un veneno tan letal como los ojos de una mujer: con nada que perder y mucho por disputar enseñando los dientes. Estos días, con este sol de la primavera de la vida, me preguntaron a qué temo, mejor dicho, dónde tengo miedo. Fui tajante.
Mi vida es distinta desde que en la infancia vi Tiburón. A Tiburón le debo mi talasofobia. Puede definirse esto como el miedo al océano, aunque quien lo define así tiene gran aire de grandeza. Poca gente sabe que le tengo pánico hasta a un charco; y no, no temo a un gran tiburón tigre que venga a reventarme mis vacaciones en Martha’s Vineyard, le temo a lo que no puedo ver y se que jamás -o improbablemente- vendrá.
No obstante, es bonito tener algo que temer, es buena señal tener miedo, mientras esto sea así somos responsables y dueños de lo que nos depare, aunque no sepamos cuándo vendrá el tiburón a por nosotros. Aún así, siempre tendremos cerca un Richard Dreyfuss que nos advierta y al que, por supuesto, haremos ni bendito caso. Esa es la vida, temer e ignorar.