No lo quiso ver uno, pero era lo evidente. Que había que venir al mundo y sobre eso no cabe tener recuerdo, pero en los pasos queda todo grabado. Color, gaitas y prisas por la alfombra azul camino del Campoamor un tercer viernes de octubre de hace cuatro años. A Leibovitz la encontré en mi avión Madrid-Asturias. A Muñoz Molina me lo encontré poniendo calles bien temprano aquel viernes.
Cuando un novelista decide crear una historia de despedidas, da forma a un escenario improbable e imposible en el que llueve. Y nadie sabe qué son días de lluvia si no terminó de crecer en Asturias. Un día de lluvia es un si es no es, dos días de lluvia es lluvia de verdad. Aquel viernes de octubre, Muñoz Molina habló, a un príncipe que estaba por convertirse en rey, con la suavidad y cariño con que lo Dioses hablan a los hijos. Reí con los muchachotes octogenarios que descubrieron la fórmula de la vida, vi a José María Olazábal golpear en el escenario dirigiéndose a un green celestial y vi sonreír a Annie Leibovitz como nunca y me rendí ante Hannecke.
En los ‘80, Asturias se lanzó a por su princeps, y desde pequeño comprendí que todo asturiano es príncipe de la tierra que pisa. En todas sus disciplinas la fundación Princesa de Asturias, con su labor diaria y sus premios, ha sabido grabar a fuego aquella resolución de suficiencia de la vida de los hombres que proclamó T.S. Elliot: hacer lo útil, decir lo justo y contemplar lo bello. Mientras recuerdo, escucho cerca a un joven recitar a Maquiavelo comparado con Stuart Mill, pero un alarde socarrón así no es lo que hace grande al ser humano; pues lo mejor del género es aprender a valorar que la mínima bondad individual hace grande a la universalidad.
La gran y desgraciada virtud del siglo XXI -visto el devenir- es el complejo de culpa por existir. Pensar así es una pérdida de tiempo toda vez que se tenga en cuenta que existen maravillosas personas como Martha Nussbaum, Susan Sontag o Leonardo Padura. ‘Aquí estoy, y vengo de Cuba’, dijo el cubano cuando fue premiado en la villa burguesa. Y con ese acento cienfueguero quise ver a aquella cubana que no conocí y que me dijeron que era mi bisabuela.
Si alguien no se emociona con un sonar de gaitas, entonces ha fracasado el género humano a la hora de imprimir emociones. Tras los años, se admite que se es idealista de cátedra, entusiasta de la tierra que nos dejó crecer con el niño en el pecho, la del verde y el cielo nublado de resol. La ciudad burguesa que pintó Clarín se despierta ese viernes brillante, natural, salvaje; pero siempre marcando la diferencia. Porque Vetusta sigue estando por encima de nosotros.
El hombre necesita esa sensación de privilegio al ver que las calles se abren con el rumor de las gaitas. Como esa necesidad de la que habla Claire Williams en el mejor documental de la historia de la BBC. Si vivir es el fragor constante entre la luz y la oscuridad, la tierra es un bregar constante entre el alma y el cielo. La dama de azul y asfalto se abre como el puñal que abre el corazón. La ciudad queda viva en el cielo eterno y complacida por el respeto de los All Blacks -no, la Haka no sirve para amedrentar. Significa respeto y honor-.
Al fin, solo entonces, uno comprende que la vida era eso. La ciudad que llevo dentro, ese Oviedo que me dieron y enseñaron, queda -cada tercer viernes de octubre- esperando el ultimo beso y mirada de despedida. Recreada como una dama delicada como el azul y que aguanta la mirada como la dureza del asfalto.