Lo bueno de la sinceridad es que hay que perseguirla. No es patrimonio inalienable e innato del hombre, y lo malo es un factor externo: está sobrevalorada. Todo el mundo destaca como cualidad propia a destacar la sinceridad, y esta ‘originalidad’ no es más que el comienzo de una cuenta atrás para envilecernos víctimas de la propia vehemencia.

Un joven de Santander, venido arriba, esto es, vestido de caballero, se preocupó de tomarle confesión a su siglo, y González Ruano -César de nombre-, contó cómo tiraba su cabeza a la calle sin ser virtuoso del todo. Si hubiera sido plenamente sincero habría dejado abierta la puerta a su museo de taxidermia de galantería y cortejo.

González Ruano como ese filósofo de tocador de la novela del marqués de Sade. Un centinela que nos introdujo en el libertinaje absoluto como meros espectadores de la imagen del ruido de las almas al estrellarse contra el vacío. Como Garci cuando rompe una parte de sí mismo abriendo su galería de objetos perdidos especiales en su cine; una suerte de Gatsby de guardia.

No es lo mismo la actitud ante lo inevitable que la actitud ante la vida, y el siglo XXI tiene poco por confesar, o mucho; todo depende de sí se abraza a sus amantes o a sus ideales. Uno, que camina entre el snobismo barato y el dandismo de salón, no puede ser indiferente a los errores, desastres, con aquello que más quería.

En una galería de pecados confesarles puede verse un artículo sobre Steve Prefontaine, la madre de las batallas entre Bette Davis y Joan Crawford; un hombre vestido de smoking jugando al baloncesto llamado Steve Nash, los Dallas Cowboys de los ‘80, los de Tom Landry -los de mi padre-. El Betis verde, verde, de la última noche de España en blanco y negro, Julio Camba y Londres, Aleixandre y las palabras no dichas; unas Persol 649, Olivier, Newman, Redford y apaguen y cierren. Mastroianni, Amelia Earhart, Braddock, Bobby Fischer, Cecilia Albéniz, Ayrton Senna, Bryan Ferry y Slave to love, Keane, The Cure, Led Zeppelin; un ejemplar de Hermosos y malditos; un Spritz al sol, otro a la sombra, Norman Foster, Norman Foster por los siglos, Katharine Hepburn, el prólogo de A Sangre y Fuego de Chaves Nogales, Nueva York, el rascacielos de la General Electric con frescos de Diego Rivera. Penn State y su equipo, López Vázquez en Pipermint Frappé. Luis Miguel y Domingo Dominguín, la primera página de Por quién doblan las campanas, Gianni Agnelli, Miss Cune, las hermanas Bronthë; un cuadro de Edward Hopper, las fotos de Le Corbusier de vacaciones, los toros, Morante de la Puebla, una caja de puros autografiada por Morante de la Puebla y una quinta estación del año.

En todo lo anterior uno se equivocó. Y la quinta estación del año lleva por nombre el apellido del maestro ruso favorito de quien intentó enseñarme a jugar al ajedrez. Porque el año tiene Primavera-Verano-Otoño-Invierno-Alexander Alekhine, estación de fuerza, de lo irrebatible; lo inmutable y eterno. El vigor.

Por vivir, uno vive en Alekhine, un estado mental en el que hay que salir a la calle bregar con la vida con el cuchillo en los dientes, pero sin perder la compostura; porque hay que confiar en Dios y mantener la pólvora seca. Quedarán olvidos por descubrir y cristales de copas rotos que dejemos por las esquinas de la vida, y entonces -de rodillas y con la chistera en la mano- se confesará mi siglo, purgando los mejores errores de nuestra vida.

Nacido en 1989 en Sevilla. Licenciado en Derecho por la Universidad de Sevilla y Máster en Tributación y Asesoría Fiscal por la Universidad Loyola Andalucía. Forma parte de 'Andaluces, Regeneraos',...