Fotograma de 'Adivina quien viene esta noche' / SA

Rara vez un hombre culmina algo de una vez sin interrupciones. Rara vez un hombre no se vende a sus pocas manías. Nunca jamás dejo un libro en una página impar para retomar más tarde la lectura. Leyendo a Nabokov me atropelló una cita de Anna Karenina traída a colación por el ruso a cuentas de situar el contexto de Ada o el ardor . Todas las familias felices son más o menos diferentes. Así comenzaba Nabokov la que probablemente sea su novela más compleja de leer –al menos a mí me lo pareció-.

Algo análogo ocurre con las bodas. Todas las bodas respiran felicidad pero todas son iguales. Todas tienen un ecosistema cuidadosamente estructurado en el que las sonrisas son el cemento de toda la celebración. Que te inviten a una boda gusta, puedes esperártelo, pero que uno sea quien presentó a los novios le hace sentirse Spencer Tracy. El Tracy de Adivina quién viene esta noche, el que se comía con los ojos y las palabras a Katharine Hepburn. Ser culpable de un matrimonio es una sensación bonita, no se puede engañar, uno pierde el miedo al baile posterior, al vino y al tabaco. Me entraban ganas hasta de gritar que yo era Batman, o que maté a Kennedy. Cuando se es culpable de la felicidad de dos amigos recién casados solo importa celebrar y reir, y mirarles como si fueran la luz verde que cada noche veía Gatsby desde su embarcadero.

La felicidad entre dos es un faro que inspira a los demás. No hay que negarlo. Nosotros lo tenemos fácil. El terno no falla y sólo hay que saber combinar la corbata, ellas viven en una bella, cruel, necesaria y constante duda sobre el atuendo perfecto. Pero cuando las bodas empiezan a merecer la pena no es en la iglesia. Todo tiene su brillo y cúlmen en la noche. Cuando todo empieza a dar igual y los pasos no son tan rectos y algunos besan el suelo, levantándose dignos como si el alcohol no tuviera culpa. Y da igual. Todo felicidad y que sea eterna. El baile de resistencia, copa en la mano y a bailar. Es imprescindible una copa siempre en la mano para bailar, ya que no se puede despejar duda de que se es completamente arrítmico. Y un brindis cada cinco minutos, por los novios y por la tierra, que al fin y al fin es por lo que aquí estamos.

Cuando me miran riendo por la forma de bailar me posee el espíritu del rostro serio de Sidney Poitier en Rebelión en las aulas y quedo con ganas de decir, «No intentes pararme, nena. Tengo ritmo y no puedes parar mi decadencia´´. Y la espada cae sin filo y ya empezamos con las cábalas de quién será el próximo, que el anillo para cuando. Ya, yendo un poco de vuelta, preguntan que cuándo va a ser la hora, y es en ese momento cuando recuerdo eso de Luis Rosales que un buen amigo siempre me dice.

Recuerdo esa foto de Pierre Casiraghi y Beatrice Borromeo bailando en su boda, como si la cosa no fuera con ellos, como si hubieran venido al mundo de vacaciones. Entonces, solo entonces, cuando Spencer Tracy vuela bendiciendo el matrimonio de mis amigos, y las damas cubren de amor su belleza en la madrugada respondo a mi mismo que seré culpable siempre de todo lo bueno y que seguiré equivocándome en nada hasta que llegue al altar; equivocándome en nada, salvo en las cosas que más quise y quiero.

Nacido en 1989 en Sevilla. Licenciado en Derecho por la Universidad de Sevilla y Máster en Tributación y Asesoría Fiscal por la Universidad Loyola Andalucía. Forma parte de 'Andaluces, Regeneraos',...